Un cuento ambientado en la Tucumán de 1816, en los días del Congreso que cambiaría la historia de este país.
Lo que más le gustaba a Damiana era bailar. Cuando
había tertulia en su casa, revoloteaba por entre los invitados hasta que se
despejaba el patio para la danza.
Miraba bien los pasos
de minué o de gavota y al día siguiente se escapaba a la laguna, en donde
Emilio la esperaba con su guitarra.
Emilio era su vecino.
Se habían criado juntos, con una casa de por medio, y en trece años de vida en
común se conocían casi de memoria.
Tucumán era un pueblito escondido en la soledad del
norte de las Provincias Unidas. Sus calles eran de tierra, y detrás de la
ciudad se veía una lejana montaña con nieve en la cima, aunque a Damiana eso le
parecía imposible porque ahí siempre hacía calor.
Por eso era lindo ir a
la laguna. Las aguas devolvían reflejos frescos, había juncos y flores, y todo
combinado con la música de Emilio hacía que Damiana tuviera ganas de bailar y
se sintiera feliz de haber nacido en Tucumán.
Emilio tocó una melodía divertida que quedó flotando
en el aire de la siesta.
–¿Qué baile es?–
dijo Damiana.
–No
sé. Lo acabo de sacar de mi cabeza.
–¡Entonces puedo bailarlo como se me
ocurra!
Y empezó a saltar
haciendo castañetas con los dedos y girando llena de alegría.
Cuando volvieron al
pueblo se encontraron con una cuadrilla de albañiles que entraba y salía de la
casa que estaba entre las suyas, la de Doña Francisca Bazán.
Emilio trató de proteger su guitarra de la nube de
polvo que se levantó cuando los albañiles tiraron abajo una pared.
–Debe ser por los congresistas –dijo–. Van a venir diputados de todas las provincias para
declarar la independencia y dictar constitución.
–¿Y por eso están rompiendo la casa de
las Bazán?
–No, aturdida. Están ampliando el comedor, para que entren
todos cuando sea el Congreso.
Al llegar, los primeros
diputados se ubicaron en las principales casas del pueblo. A la familia de
Damiana le tocó uno que venía por La Paz, una ciudad del Alto Perú. Para su
sorpresa, Damiana descubrió que se trataba de un porteño.
En la casa de Emilio se alojó uno de los diputados
de Buenos Aires.
Esa tarde, los dos
chicos se encontraron en la laguna.
–¡Son más porteños que
provincianos! –dijo Damiana.
–Me pregunto por qué habrán elegido
nuestro pueblito para su congreso.
–¡Porque es el mejor pueblo del mundo,
bobo! –contestó Damiana, riéndose.
Emilio improvisó la
tarde entera. Cada vez le salía mejor la melodía que había inventado, y Damiana
se movía cada vez con más gracia, revoleando trenzas y polleras.
–La verdad es que me quedaría toda la
vida viéndote bailar –le dijo Emilio, sintiéndose un
poco tonto. Para disimular, la invitó a su casa a tomar el chocolate.
El diputado que se
alojaba allí había salido, pero su empleado porteño, un chico de unos
diecisiete años, estaba sentado en la mesa de la sala, copiando una carta. El
sol le daba en el pelo, destacando su color castaño.
El chico levantó la
vista y miró a Damiana. Emilio lo notó y sufrió un arrebato de celos. Por
suerte para él, enseguida sirvieron chocolate con empanadillas. Emilio y
Damiana comieron con gusto, pero el porteño no probaba bocado.
–¿No come usted? –se
atrevió a decirle Damiana.
–Disculpe, señorita... ¿De qué están
hechas?
–De batata pisada –respondió
Emilio secamente.
El muchacho soltó su
empanadilla frunciendo la nariz.
–Son algo... primitivas, ¿no?
–¡Son ricas! –dijo
Damiana–. Parecen empanadas comunes, pero adentro tienen
dulce... Un dulce escondido.
El porteño contempló a
Damiana y terminó sonriendo.
Eso fue un infierno
para Emilio. Sentía que odiaba al porteño aquel, a los diputados y, si lo apuraban
un poco, hasta al mismísimo Congreso. Por eso se alegró el día en que Damiana,
en la laguna, le dijo que el muchacho se volvía a Buenos Aires.
–Seguro que no vuelve más –dijo,
muy triste.
–Si no se queda es porque es un engreído,
chinita. Como todos los porteños.
–Pero yo quiero que se quede.
–Nunca viviría acá. Para él esto es un
rancherío primitivo.
Damiana miró la laguna,
las flores y la guitarra. Se le iluminaron los ojos de repente.
–¡Ya sé cómo hacer que se quede! ¡Pero
vos me tenés que ayudar!
Al fin se reunieron
casi todos los diputados. La casa de Doña Bazán estaba llena. Todo el mundo
hablaba muy fuerte y al mismo tiempo, y en un rincón, Damiana y Emilio
preparaban un plan.
–¿Le enseñaste tu canción a los otros
músicos?
–Uf, sí. Pero te digo que no va a servir
de nada, Damiana.
–¡Sí que va a servir! ¡Vos mismo decís
que te quedarías la vida viéndome bailar!
–Sí, pero ellos no van a bailar nunca
nuestra música.
Damiana le dio un codazo: la reunión política había terminado y se venía la
tertulia. Ella se fue a su casa, se puso su mejor vestido y se dejó el pelo
suelto. Cuando Emilio la vio entrar de nuevo en el patio de las Bazán, sintió
que se le aflojaban las rodillas: parecía mayor, más linda, una auténtica moza
tucumana.
El muchacho porteño también la vio y la sacó a bailar. Emilio tocaba la
guitarra en la pequeña orquesta: interpretaban un correcto minué. Pero a una
seña de Damiana, marcó otro tiempo y empezó a tocar la melodía que había
inventado en la laguna. Todos dejaron de bailar, porque no sabían cómo atacar
esa música nueva.
Damiana levantó los brazos y se acercó mucho al porteño, para después girar
como escondiéndose y volver a la carga. El joven se quedó inmóvil, dejando sola
a Damiana, que seguía bailando, cada vez más avergonzada, porque todos la
miraban.
Finalmente el porteño se sentó. Los ojos de Damiana se llenaron de lágrimas
y la falda de su vestido dejó de girar.
Entonces Emilio plantó la guitarra. Se levantó y se puso frente a su amiga,
levantando los brazos como ella. Damiana lo miró, confundida. Su amigo de la
infancia parecía más alto, y la miraba muy serio, cabeceándola para bailar.
Los músicos siguieron tocando su canción. Damiana dio un pasito y Emilio se
adelantó. Había visto a su amiga tantas veces que podía seguirla con los ojos
cerrados, sintiendo la música, girando al mismo tiempo que ella, deteniéndose
de espaldas para que rondara en torno a él como una mariposa. La música
expresaba todo lo que para él significaba Tucumán: su laguna, su cielo y
Damiana.
Los concurrentes al Congreso empezaron a aplaudir, entusiasmados.
–¡Qué bello espectáculo! ¡Lo tenían escondido!
Emilio y Damiana seguían bailando. Eso estaba saliendo muy bien, como nunca
lo habían pensado. Emilio desplegó una sonrisa y Damiana se la respondió.
Cuando la música cesó, los congresistas aplaudieron. Emilio hizo una reverencia
y los encaró:
–Esta es una danza del norte. Del norte que les da la
bienvenida.
–Tengámoslo muy presente a la hora de votar –opinó un diputado
franciscano–, para que ninguno de nuestros pueblos quede escondido.
Después se tomaron licores, se comieron empanadas y quesillos con arrope.
Damiana y Emilio no se separaron más.
El Congreso debatió durante meses y el 9 de julio proclamó la independencia
de todas las Provincias Unidas.
El baile de Emilio y Damiana se llamó “escondido”, como
escondido estaba el hermoso pueblo que vio este acontecimiento. Todavía puede
bailarse hoy, como recuerdo de esos dulces tiempos en que soñábamos juntos
nuestra libertad.
FIN
Publicado en la edición 4704 de Billiken
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